Un susurro tronaba en mis oídos,
inaguantable, me estaba volviendo loco. Subía el tono, lo bajaba, repetía sin
cesar, una y otra vez... ¡Qué alguien lo pare! No dejaba de sonar, día tras día
lo mismo, noches sin poder dormir, ¡callad esa voz! ¡Calladla!
No sabía de dónde provenía,
simplemente la escuchaba repitiendo las mismas palabras constantemente. No
hacía caso a la voz, no, no debía ¿y si así cesaba? No, no...
Me miré en el espejo: ojeras,
ojos rojos y llorosos, el pelo revuelto, la piel blanquecina, los labios
agrietados, la ropa sucia y sudada, los huesos, las costillas, se me notaban...
Era un cadáver, la viva imagen de un muerto. No, no... Solo era un demente más
en este insano mundo...
Llamé a la vecina de arriba, una
joven hermosa que estudiaba recientemente en la universidad. Bajó con un
precioso vestido blanco y su larga y lujuriosa melena negra recogida en un
moño.
La hice pasar hasta el salón. La
pedí que cerrase los ojos y juntase las muñecas y los tobillos. Agarré una soga
y la até. Ella lo veía como un simple juego; pero era más que eso... La voz no
cesaba, y cada vez hablaba con mayor intensidad:
“¡Qué la matanza comience!”
La dejé inconsciente de un golpe
seco en la cabeza y la tumbé en el sofá. Cogí una pistola: tres tiros en el
corazón. Su vestido se tiñó escarlata y el color rosado de sus mejillas se fue
apagando...
Las voces se esfumaron por ahora
con una risa maléfica. Al fin podría dormir tranquilo, pero tenía que volver a
huir de la ciudad. Nuevo nombre, nuevo hogar, nuevas voces, nueva victima...
¿Cuántas vidas he de segar para
que mi tormento cese?
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